A fines del siglo XX, la revolución tecnológicomédica puso en entredicho los fundamentos jurídicos de la democracia, borroneando los límites entre la vida y la muerte y obligando así al derecho a redefinirlos a través de la categoría de persona. Las Declaraciones de Derechos Humanos establecen con precisión los límites vitales de las personas: entre nacimiento y muerte se desarrolla la vida con derechos. Cuando los científicos se atrevieron a generar la vida y suspender la muerte, crearon zonas de lo viviente sobre las cuales no había legislación. Hasta ese momento un ser humano era considerado una persona -es decir, con derechos- desde el momento de su nacimiento hasta el de su muerte. Hasta hace tres décadas, era impensable que la “vida desnuda” llegara a ser tan desnuda que uno pudiera nacer antes de nacer o morir antes de morir. O que pudiera trasplantarse un órgano ajeno, de otro humano vivo o muerto, o que un organismo siga con vida cuando la Persona ya murió. O que, gracias a la tecnología, sea posible suspender la vida sin matarla (con el congelamiento de embriones o gametos), quebrando el orden temporal de las generaciones.